En La Huella de la Ilustración
Postado Terça-feira, 29 Junho, 2010 as 1:02 PM pelo Ir:. Carlos Emilio Maurin Fernandez
Autor: R R.M. / Altas Cumbres 127 - Santiago de Chile.
Corresponsalía: Carlos Maurin Fernández
1. Este trabajo, como saben, me fue encomendado a comienzos de este año, pero no hay duda que la temática de esta plancha adquiere especial relevancia y reconocida vigencia a la luz de los acontecimientos ocurridos en las últimas semanas, con motivo de la conferencia dictada por el papa Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona, Alemania. En la ocasión, el Pontífice --en el marco de buscar un diálogo genuino entre culturas y religiones-- comparó el cristianismo con el islamismo recurriendo a citas como la de Manuel II Paleólogo, emperador bizantino del siglo XIV, que critica a Mahoma por su mandato de “difundir por la espada la fe que él predicaba”. Ante el terremoto que estas palabras causaron en el mundo musulmán --furia y violencia de miles de musulmanes que salieron a manifestarse a las calles de sus países islámicos, incluso el asesinato de una monja católica en Somalía-- los analistas del asunto se asombraron del tropiezo del Papa, de su paso en falso, de su inexperiencia política, de su inhabilidad, de su poca previsión, de su “error humano” a pesar de su importancia teológica, de su gesto irreflexivo, de la prevalencia de su calidad de profesor, de teórico, por sobre su calidad de soberano Pontífice, y también de “las arenas movedizas sobre las que se mueve la cuestión del diálogo entre civilizaciones”. Pero no faltaron comentaristas que señalaron que el discurso de Ratisbona tenía un propósito y que éste se cumplió: tomar distancia entre el catolicismo y las demás religiones, apartándose de las vías de diálogo interreligioso que había abierto Juan Pablo II. Desde su cargo anterior --no podemos olvidar que Ratzinger, el Papa, era el director de la Congregación de la Doctrina de la Fe, nombre actual de la Santa Inquisición-- Benedicto XVI ha estado viendo en los encuentros con otras religiones un riesgo de sincretismo y de disolución de la identidad católica.
Finalmente, el Papa debió reunirse con embajadores de países musulmanes en el Vaticano, manifestarles su estima y respeto hacia el Islam y subrayar la importancia que hay que conceder al diálogo entre religiones y culturas. Fin del impasse... ¿hasta cuándo?
Estoy leyendo un libro de Jonathan Kirsch titulado “Dios contra los dioses”; en esta obra el autor plantea que el mundo pagano, aunque distaba de ser un remanso de benevolencia, era más tolerante de lo que la propaganda monoteísta nos ha hecho creer. Cualquier hombre o mujer de la antigua Roma, por ejemplo, era libre de rendir culto al dios o a la diosa que le pareciera más proclive a concederle lo que le pedía en sus oraciones, con o sin la asistencia de sacerdotes o sacerdotisas. Hacia el primer siglo de nuestra era cristiana, el paganismo ofrecía una fabulosa gama de creencias y prácticas entre las que elegir, desde los sosegados y majestuosos rituales de veneración ofrecidos a los dioses y diosas del panteón grecorromano hasta los inquietantes y exóticos ritos que enfervorizaban a los devotos de deidades como Isis, Mitra y la Gran Diosa. Los politeístas, además, no sentían inclinación de dictar a los demás cómo y a quién ofrecer plegarias y sacrificios; mezclaban dioses, rituales y creencias, buscando el favor divino de muchas deidades distintas a la vez. Sin embargo, el monoteísmo insiste en que sólo una deidad es merecedora de adoración, por el simple motivo de que ella solamente existe. En eso coinciden el judaísmo, el cristianismo y el Islam: hay sólo un único Dios verdadero y los demás dioses no existen. Para el politeísmo no hay herejía; para el monoteísmo ésta es un pecado, incluso un delito. El dios del cristianismo, del judaísmo y del Islam, surge como un dios celoso e iracundo que contempla el culto a otros dioses como una “abominación” y lo castiga con la muerte. Desde los inicios hasta el día de hoy, la actitud estricta e inflexible del monoteísmo condena la creencia en otros dioses y también el no creer en ninguno. Lo que llamamos fundamentalismo, integrismo y terrorismo religioso proviene de la creencia en un solo Dios considerado único y verdadero. Los creyentes en una u otra variedad del monoteísmo han ejercido, desde hace siglos, su terrorismo religioso contra otros monoteístas. En tiempos de las Cruzadas y de la Inquisición, los peores excesos los ejercieron los cristianos contra judíos y musulmanes. Hoy, en Medio Oriente, se enfrentan el judaísmo y el Islam, y --como ya dijimos-- comienzan también a mostrarse nuevamente los dientes el cristianismo y los musulmanes, por más sonrisas y reverencias a regañadientes que haga el Papa y por más que se contengan algunos miles de bárbaros fanáticos del Islam. Hay que reconocer lo verdadero de la frase de Freud: “La intolerancia religiosa nació inevitablemente con la fe en un único Dios”.
2. ¿Qué relación tiene lo que acabo de señalar con esta plancha que he titulado “En la huella de la Ilustración”? Pues que, a la vista de muchos acontecimientos ocurridos en lo que va de este siglo XXI, parece que tenemos nuevamente que comenzar a desbrozar el sendero y volver a rehacer la huella de la Ilustración. Pensábamos que la Ilustración era ya un camino establecido, maduramente construido, instalado definitivamente en la civilización occidental, por donde andaba la mayor parte de las sociedades humanas; creíamos que el diálogo, la razón y la tolerancia imperaban en la mayoría de las culturas y trazaban inequívocamente las reglas de la convivencia social. Pero he aquí que tenemos que hacer nuestra la pregunta de Salman Rushdie, un escritor que ha vivido en carne propia el retorno de la sinrazón y el martirio del fanatismo. Rushdie --ante los intentos, cada vez más acentuados, de la autoridad religiosa por poner límites a la libertad y al pensamiento-- se pregunta “¿Tenemos que volver a pelear la lucha por la Ilustración?”
Ahora bien, queridos hermanos, ¿a qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de la Ilustración? ¿Qué es la Ilustración? Ciertamente, estoy extendiendo la definición más allá del concepto que la limita a una época histórica y cultural, ubicada en Europa desde finales del siglo XVII hasta vísperas de la Revolución Francesa. En este sentido, los historiadores la hacen coincidir con la modernidad, abarcando con este movimiento cultural aproximadamente desde 1680 a 1780, pues la Revolución Francesa y los cambios mentales y sociales subsiguientes darían paso a una nueva etapa histórica.
Aquí estoy entendiendo la Ilustración como un modo de proceder, una manera de enfrentar el mundo que involucra esencialmente el ejercicio del pensamiento libre y crítico. Como señala Agapito Maestre: “La Ilustración es un ‘mecanismo’ a través del cual se constituye autónomamente la razón frente a cualquier tipo de dogmatismo”.
Célebre es la respuesta de Kant a la pregunta ¿Qué es la Ilustración? Y puede servir para contestar a qué es, no como período histórico, sino como este modo de proceder, esta actitud, a la que me estoy refiriendo:
“La Ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es el culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino en la falta de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la guía de otro. Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!, he aquí el lema de la Ilustración” (“Respuesta a la pregunta. ¿Qué es la Ilustración?”).
Y Fernando Savater, a su vez, expone: “Tengo a la Ilustración por un movimiento cultural y político que precede al siglo XVIII (Montaigne y Spinoza caben en él) y que no presenta finiquito a comienzos del XIX (no excluye a Darwin, ni a Marx o Freud). Es racionalista --frente a las verdades reveladas o a los dogmas tradicionales-- pero no convierte ningún modelo simple de razón en nueva revelación o tradición intocable: la profundización en las urgencias irracionales que nos mueven a razonar es tarea ilustrada por excelencia, así como la permanente autorreferencia crítica.” (“Sin contemplaciones”).
3. Volvemos a enfrentarnos a la religión entrometiéndose en los asuntos sociales. Teología y política deben estar separados: ello fue una conquista del pensamiento ilustrado. La religión no puede estar en el centro de la sociedad. La religión tiene que ser asunto privado de cada uno de quienes se denominen creyentes; cada uno puede creer y venerar a su modo, pero sin pretender que ello obligue a nadie más. Cada persona puede cultivar su “verdad privada” religiosa, pero debe estar dispuesta --llegado el caso-- a ceder ante la “verdad pública” científica o legal que debemos compartir todos quienes vivimos en estas sociedades llamadas democráticas. Pero he aquí que, en lo que va de este siglo, tenemos inquietantes signos de retorno a la intransigencia e intolerancia religiosa y a sus intentos de ahogar la libertad de expresión y pensamiento conquistada por la mentalidad ilustrada.
En muchos lugares de Estados Unidos los conservadores cristianos se oponen todavía a la enseñanza de la teoría de la evolución y ha surgido, además, como una alternativa “pseudocientífica” la teoría del “diseño inteligente”, que no es más que una creencia religiosa tratando de disfrazarse de ciencia. En países latinoamericanos --incluido el nuestro-- la Iglesia Católica no ceja en su vocación inquisitorial y censurante, en su ambición de organizar la vida pública general en vez de limitarse a guiar las conductas privadas de sus fieles, interviniendo abiertamente en cuestiones sociales, legales y políticas a las que engañosamente denomina “valóricas”.
Pero la mayor amenaza al modo de ser ilustrado parece provenir de la furia coránica contemporánea. Desde las décadas finales del siglo XX (la toma del poder por los talibanes en Afganistán, la dictadura de Jomeini en Irán, entre otros hechos), pero sobre todo desde el 11 de septiembre del 2001, una nueva sombra de fanatismo religioso oscurece nuestras sociedades racionalistas y libertarias. Los fundamentalistas islámicos no sólo manifiestan abiertamente, desde sus naciones, su odio hacia “los infieles occidentales sin Dios”, sino que comienzan a desplazarse por los países europeos y han alcanzado, con sus terribles golpes de terrorismo religioso, a variadas zonas occidentales del planeta.
Ante esta “guerra santa” en pos de extender el Islam por todo el globo, han surgido diversas posiciones frente al fenómeno. Una, extrema, se basa en un libro de Samuel Huntington y nos habla del “choque de las civilizaciones”, un enfrentamiento irrevocable entre Occidente y Oriente. Ya analizamos y comentamos esta postura (y sus limitaciones) al leer un hermano nuestro una plancha sobre ese tema en una tenida anterior. Otra postura, también extremista (aunque, a pesar de su exageración y su iracundia, confieso que motiva en mí una cierta simpatía), es la de la recientemente fallecida Oriana Fallaci, quién plantea que no puede hablarse ni de choque ni de diálogo entre civilizaciones, porque no hay más que una: la occidental. “Que me trague la tierra --escribe-- si me preguntan cuál es la otra civilización, qué hay de civilizado en una civilización que no conoce siquiera la palabra libertad. Que acuñó la palabra libertad recién a fines del siglo XIX para poder firmar un tratado comercial. Que en la democracia ve a Satanás y la combate con explosivos, cortando cabezas. Que de los derechos del hombre, tan escrupulosamente aplicados por nosotros con los musulmanes, no quiere ni hablar. De hecho rechaza suscribir la Carta de Derechos Humanos redactada por la ONU y la sustituye con la Carta de Derechos Humanos realizada por la Conferencia Árabe. Que me trague la tierra también si me preguntan qué hay de civilizado en una cultura que trata a las mujeres como las trata. El Islam es el Corán, de cualquier manera y en todas partes. Y el Corán es incompatible con la libertad, es incompatible con la democracia, es incompatible con los derechos humanos. Es incompatible con el concepto de civilización”.
Frente a estas dos posiciones extremas, podemos trazar una postura ilustrada. Reconocer, en primer lugar, que lo que se denomina civilización es el conjunto de soluciones técnicas universalmente reconocidas como más eficaces ante los problemas y necesidades humanas. Y, en ese sentido, civilización --como madre-- no hay más que una sola: la que se conoce como civilización industrial avanzada, en la que todos vivimos o aspiramos vivir, y que comparten tanto los guerreros de Bush como los guerreros de Bin Laden, aunque los primeros llamen a los segundos “el eje del Mal” y los segundos a los primeros “los infieles del gran Satán” (como se aprecia, por ambos lados la violencia se ejerce por personas que dicen tener a Dios a su lado, iluminándolas en su cruzada o su yihad, otro signo inquietante de los tiempos). Comprender, entonces, en segundo lugar, que debiéramos hablar más bien de choque o alianza entre culturas, porque eso son la occidental y la oriental. Y, en tercer lugar, fomentar entre las culturas un diálogo, que nos las cierre dogmáticamente en su identidad, sus valores y sus normas, sino que pueda hacerlas permeables a lo que de positivo encuentren sus miembros en la otra, sobre todo en aquello que sea valioso y útil para mejorar la convivencia social. Que este diálogo desarrolle en las dos culturas, cada vez más, principios como la libertad de pensamiento y expresión, el respeto por la dignidad de las personas y la defensa de los derechos humanos. Son las personas con ideas y razones las que deben aliarse en todas partes para mejorar los usos de la civilización que comparten. Al respecto, es interesante escuchar a Ayaan Hirsi Ali cuando pide que dejemos trabajar a los Voltaires de nuestro tiempo en la construcción de espacios de libertad y racionalidad en nuestras sociedades. Es decir, una alianza de intelectuales, escritores y pensadores que siembren por todas partes las semillas de la Ilustración. Ella pide, más que nada, un Voltaire para la cultura musulmana. Pero yo extiendo la solicitud a nuestras latitudes también. A la vista de los acontecimientos, ¡no hay duda de que nos están haciendo falta los Voltaires!
4. La paradoja de nuestra época: mientras la filosofía de los derechos humanos se vuelve cada vez más universal, los mecanismos internacionales de promoción y defensa de los valores democráticos se hacen cada vez más limitados. Hoy, cuando el valor de la libertad es apreciado como nunca en la historia y casi todos los países del mundo cuentan con instituciones que aseguran su respeto, el fundamentalismo y la violencia surgen como obstáculos difíciles de vencer. Ayer fueron las ideologías totalitarias: el comunismo y el fascismo; hoy la amenaza adquiere un nuevo rostro: el del integrismo.
A pesar de todo lo que ha sembrado la corriente ilustrada, la tentación dogmática no cede y el hechizo de los cantos de sirena de los paraísos anunciados sigue envenenando el corazón de los hombres. Frente a la responsabilidad de la razón de fundamentar una humanidad libre, igualitaria y fraterna, se mantiene porfiada la devoción humana por la ilusión, la superstición y los mitos. Junto al afán de exploración, a la búsqueda de nuevas respuestas y a la vocación por el espíritu crítico, la tentación evangelizadora y la práctica del castigo y del sacrificio en nombre de lo que se cree fervorosamente resaltan como contrapartes esenciales de nuestra conducta.
Escribe el filósofo rumano Emile Cioran: “En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo, pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.
Idólatras por instinto, convertimos en incondicionales los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión, el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón , por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la Reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis… Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático”.
CONCLUSIONES
VM y QQHH: Como veo las cosas, tenemos que estar alertas y preocupados, pero no hay motivos para rendirnos, abatidos, ante las amenazas a la Ilustración.
Los masones somos herederos de la Ilustración (entendiéndola tanto como período histórico como un modo de proceder). En nuestros templos desarrollamos los hábitos que la identifican. Reconocemos la necesidad de practicar el debate de las ideas y lo hacemos. Sabemos que las razones fecundan y estimulan otras razones, y por ello instamos al diálogo y respetamos las normas de la discrepancia inteligente. Sabemos que no hay beneficio alguno en creer que se posee la verdad absoluta, así como tampoco lo hay en descalificar o subestimar a quienes piensan de modo diferente. Mantenemos como un valor ético fundamental el respeto por las personas y su derecho a manifestar la diversidad de sus puntos de vista. Sostenemos, en materia de seriedad y honestidad intelectual, el imperativo de buscar fundamentos sólidos --basados en el criterio racional-- para aquello que afirmamos que es nuestro conocimiento.
El integrismo religioso, del que nos hemos ocupado en estas páginas, es el principal enemigo de la Ilustración, pero no es el único; otros dos antagonistas son: las llamadas pseudociencias, y un modo de reflexionar que surge de lo que se denomina post-modernismo. Hoy he querido tratar sobre el enemigo que me parece más amenazador, el integrismo religioso, porque implica violencia y muerte. Los otros adversarios, aunque dañinos también por supuesto, son menos terribles. Las pseudociencias son aquellos pretendidos saberes, aquellas farsas, que tratan de arroparse con mantos aparentemente científicos y que, así, embaucan a multitud de ingenuos y crédulos, como la teoría del “diseño inteligente”, la astrología, la ovnilogía (relatos pretendidamente científicos sobre visitas extraterrestres) y la llamada “ciencia de lo paranormal” (que trata de fenómenos como la telepatía, la precognición, el espiritismo y otros). Los ataques de la marea posmodernista a la Ilustración van por el lado del enjuiciamiento a la razón, de legitimar conductas irracionales y supersticiones en nombre de un supuesto reconocimiento a la diversidad cultural, de fomentar un anti-intelectualismo en beneficio de la subjetividad y lo emotivo, y de subvalorar el conocimiento científico sobrevalorando otras supuestas formas de conocimiento que no son más que mitos o leyendas.
Lo que hacemos los masones en nuestras Logias es un ejercicio protector contra todos estos enemigos de la Ilustración. Pero ya no basta con cultivar este proceder sólo entre los muros de nuestros templos. Debemos extender la huella de la Ilustración a la sociedad que nos rodea, para ayudar a nuestra época a enfrentar la conjura de los fanáticos de toda clase. Fomentemos, en cada lugar y a cada momento, el cruce de los argumentos, reivindiquemos por todas partes el ejercicio del pensar. Será el nuestro, sin duda, un grano de arena, un mínimo aporte, pero no será insignificante. Respecto de lo que en esta plancha nos ha ocupado --los intentos del fanatismo religioso por ahogar la reflexión y la libertad-- , al extender nuestras prácticas y doctrinas más allá de nuestros templos, estaremos contribuyendo a arrinconar esa tiranía tan horrible de la que habla el filósofo George Santayana:
“No hay tiranía peor que la de una conciencia retrógrada o fanática que oprime a un mundo que no entiende en nombre de otro mundo que es inexistente”.
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